Comentario
Si a comienzos del siglo XVIII, el zar Pedro I aún mantenía que "ser mujer... era ser analfabeta y virtual esclava del padre y del esposo", el desarrollo de la centuria va a matizar estas afirmaciones. Pese a las limitaciones, nunca antes las niñas habían tenido tantas oportunidades de ir a la escuela incluso en Rusia, donde, años después, la zarina Catalina II abogó por la educación femenina como un medio para conseguir ciudadanas útiles.
Las preocupaciones ilustradas por la educación de las mujeres en realidad no surgieron por generación espontánea. De un lado, eran transposición de las inquietudes pedagógicas generales; de otro, entroncaban con una corriente de pensamiento que partía de los escritos de Vives y Erasmo en el siglo XVI. Ya entonces, al demandar siquiera una enseñanza centrada más en los trabajos domésticos que en la lectura y escritura, se era consciente de estar abordando algo aún sin tratar. Durante el siglo XVII, los efectos de la reforma y la contrarreforma hacen considerar oportuno instruir a las niñas también en leer y en el catecismo, al tiempo que la creación de instituciones religiosas femeninas dedicadas a la enseñanza -ursulinas, beatas, clarisas, visitación...- incrementa laos oportunidades de hacerlo, sobre todo para las integrantes de las capas sociales superiores. De esta centuria datan, asimismo, las primeras manifestaciones que atribuían los defectos femeninos principalmente a la falta de instrucción, al tiempo que continúa el debate sobre sus capacidades intelectuales y el tipo de educación que les era más adecuada. La llegada del siglo XVIII no hace sino ampliar e intensificar la polémica. Filósofos y escritores intervienen en ella sobre todo a partir de la segunda mitad de siglo, momento en que la publicística al respecto crece de forma notable. No sólo se multiplican los volúmenes sobre el tema, también la prensa le presta gran atención. Reflejo de ello es la creación por Sophie von La Roche de dos revistas femeninas pedagógicas: Lettres a Rosalie (1772) y Pomona (1783). Conformes todos en la necesidad de reformar la enseñanza que se imparte a la mujer, las diferencias surgen al abordar los temas de dónde impartirse, por quiénes y, sobre todo, cuál debe de ser su contenido.
Respecto a los lugares de enseñanza, los ilustrados, como en el caso de los niños, preferían el hogar familiar, completado con un sistema de escuelas públicas que paliase las posibles deficiencias de los padres. Además, y pese a las críticas de que eran objeto, perviven los conventos e internados laicos, que alcanzan gran protagonismo.
Para la instrucción femenina, la casa cumplía un doble cometido. De un lado, se aprendían en ella las enseñanzas menos formales, las labores domésticas y, si era necesario, una profesión. Para las altas capas sociales que comparten las ideas del siglo representa también la ocasión de proporcionar a las hijas conocimientos más completos contratando buenos profesores, que con bastante frecuencia comparten con sus hermanos. La limitación esencial de este sistema, cuando garantiza una buena instrucción, es su elevado coste.
En el otro extremo de la escala de espacios educativos para las niñas, las escuelas elementales constituyen el tipo de instituciones más numerosas y a las que corresponde la mayor parte de la educación femenina. También constituyen el nivel en el que existe más igualdad entre los sexos en cuanto a oportunidades docentes se refiere. De un lado, la cifra de escuelas para niñas tiende durante el siglo XVIII a aproximarse a la de centros escolares para niños, e incluso en algunos casos -Lyon, 1790- la supera. De otro, el contenido de sus enseñanzas no permite el presentarlas de un modo radicalmente distinto según el sexo. Además, en las zonas rurales y más pobres, los centros son mixtos por la imposibilidad de pagar dos maestros, pese a las reticencias de las autoridades por motivos morales. En estas instituciones de enseñanza elemental, generalmente gratuitas, predominan las hijas de familias humildes, mientras las de artesanos y comerciantes acuden con preferencia a establecimientos similares de pago.
Menos caros que la educación en casa, más selectos que las escuelas elementales, los conventos y colegios de monjas representan el modelo de educación femenina separada por antonomasia. Los colegios, aparecidos en los países católicos a partir del Seiscientos, se esparcen con rapidez por Europa. Para 1789 sólo en Francia las ursulinas estaban presentes en 300 ciudades. Todos los centros funcionan en régimen de internado y dados los honorarios establecidos están reservados a las integrantes de las altas capas sociales. Por la enseñanza superficial que ofrecen, los colegios se convertirán en blanco de las críticas ilustradas y, aunque no vean reducida su clientela, algunas familias de la baja nobleza o la burguesía buscarán una alternativa para la educación de sus hijas. La oportunidad se la ofrecen las "maisons d'éducation", pensionados particulares donde las jóvenes viven en régimen de familia y reciben una enseñanza algo más completa aunque dentro de un marco tradicional.
Instituciones semejantes, pero surgidas con anterioridad, son las "boardings schools" inglesas. En 1650 podían encontrarse en todas las ciudades importantes y su imagen es similar a la de los colegios por el tipo de alumnado y enseñanza. Como ellos, pronto, fueron blanco de críticas, aunque como se iniciaron antes trajeron consigo la apertura, en 1673, de un establecimiento en Tottenham cuyo programa incluye las lenguas clásicas y modernas, ciencias, astronomía, geografía, aritmética e historia. La experiencia no se va a convertir en tendencia mayoritaria, pero sí conseguirá incrementar sus seguidores durante el siglo XVIII.
Por lo que hace al desarrollo del calendario escolar, los problemas que habían de afrontar las escuelas de niños, se agravan en el caso de las niñas hasta hacer que, por regla general, el desenvolvimiento del curso venga caracterizado por una anarquía de la que sólo se salvan algunos centros. Además, la escolarización femenina duraba menos tiempo tres años en las escuelas gratuitas, uno o dos en los colegios- que la masculina y las ausencias y abandonos eran superiores. Estas limitaciones materiales unidas a los parámetros del discurso ideológico sobre la educación de la mujer daban en realidad pocas posibilidades a que la enseñanza de las jóvenes pudiese incluir un extenso currículum. Respecto a los saberes, el concepto mayoritariamente aplicado es el de conseguir un "adecuado adiestramiento" de las alumnas, exaltando su papel social y su influencia moral como principales elementos conformadores de los programas. Se trataba sobre todo de formar buenas esposas, compañeras del hombre, y mejores educadoras de los hijos y la servidumbre. Los conocimientos intelectuales ocupan un segundo plano y estarían en consonancia con las necesidades, una vez más, sociales de cada receptora. Consecuentemente los currícula tienen tres puntos esenciales de referencia. En primer lugar, la religión, cuya presencia no se limita al estudio del catecismo sino que, como señala Martine Sonnet, impregna todos los aspectos del proceso educativo. En segundo lugar, el aprendizaje de la lectura y escritura; aprendizaje que, por lo breve de la estancia en la escuela, debe practicarse fuera de ella para no olvidarlo con prontitud. En tercer lugar, las labores de la aguja, práctica que servirá a unas para ganarse la vida, y a otras, para evitar las malas consecuencias de una vida ociosa. Los colegios incluyen, además, las artes de adorno -danza, música, dibujo...- y la dirección de la casa.
Mas no todos pensaron la educación femenina de forma tan restringida. Siguiendo la estela de algunas mujeres del siglo anterior, como Mary Astell, fueron varias las voces que se alzaron en la centuria ilustrada para combatir la idea de la inferioridad intelectual de la población femenina y criticar que se aparte a sus integrantes de una instrucción completa. Bástenos citar los escritos en este sentido de Mary Wollstonecraft o Condorcet. Sin embargo, sus postulados sólo conseguirán un asentimiento minoritario. Como minoritarias eran las jóvenes de familias ilustradas que, estudiando en su casa o acudiendo a centros más acordes con las nuevas ideas, accederán a una instrucción académica que les permita mejorar sus horizontes culturales y les abra el mundo de las ciencias y las ideas del que con tanto celo se les quiere preservar.